Tárcentrismo: la doctrina fallida de Lydia Tár
“No estés tan ansioso por ofenderte. El narcisismo sobre las pequeñas diferencias conduce a la conformidad más aburrida.”
(Todd Field, TÁR)

Mitos hay muchos, tantos como uno se abra a conocer. Entre estos se encuentra el de Narciso, el joven que enamoraba a toda mujer que le rodeaba, pero que se daba el absurdo lujo de rechazarlas como quien aleja las moscas para evitar que lo sigan. Es una cuestión de poder, porque él sabía que por 10 que despreciase, otras tantas aparecerían con mayor impulso por conquistarlo, y, nuevamente, Narciso se encargaría de rechazarlas, no sin antes subsumirlas a convivir con la carga personal de no haber estado a la altura de sus deseos. No obstante, así como Narciso terminó siendo víctima de su narcisismo, a Lydia Tár (Cate Blanchett) la castigaron – casi que – por lo mismo. Lydia Tár es, a la imagen y semejanza de Todd Field, una Narciso moderna.
Cuando uno es arrojado al mundo debería venir con una advertencia que diga que todo aquel que anhele alcanzar la perfección – tarde o temprano – estará destinado al fracaso. El desesperado intento por ser perfecto no es más que un juego de suma cero. No es algo compatible con la vida, menos con la energía femenina, la cual está asociada con lo sensorial, con los sentimientos, con todo aquello que nos hace ser(es) humano(s). Además, ¿acaso no somos las mujeres las encargadas de realizar el acto que acaba por “dar vida”? Justamente, todo aquello que divide lo terrenal de lo celestial es lo que impide que sea humanamente posible ser perfecto. Ya lo decía Nina Sayers al final de Black Swan (Darren Aronofsky, 2010) cuando Leroy la interroga sobre qué hizo: “Lo sentí. Perfecta. Fue perfecto”, y de inmediato dejó de existir. Ser perfecto está reservado para Dios, acariciar eso supone, mínimo, terminar herido, por no decir muerto.
Ahora, ¿qué es el narcisismo? Según el psicoanálisis, se trata de un trastorno de la personalidad que conduce a que las personas tengan un “aire irrazonable de superioridad”, lo que lleva a que en cierta forma se nutran de la atención y admiración de otros hacia ellos. Por supuesto que, como cualquier disociación de la conducta, esto trae aparejado que los involucrados, en este caso víctima y victimario, no lo comprendan a cabalidad, probablemente que ni se den cuenta de que eso condiciona sus vidas. Y es que el narcisismo llega a ser hasta pecado, capaz de herir a todos aquellos que rodea. Lejos de querer jugar a ser terapeuta, no hay que ser un genio para saber que la frase de Lydia Tár citada al inicio de este artículo, desmereciendo a un estudiante de Juilliard y acusándolo a él de ser narcisista, no es más que un reflejo de sí misma, de sus propios temores e inseguridades. Detrás de toda esa coraza de hierro se esconde una vulnerabilidad que asusta, no a nosotros, sino a ella.
Lydia Tár vive enamorada de sí misma. Más bien, está enamorada de la imagen que ha creado de ella en otros. Es casi como si se nutriera de ver que los demás necesitan de ella, de su aprobación, de su aval, de su arte. Así como Narciso sabía que, rechazando a una mujer, probablemente le seguirían otras tantas, Lydia se vale de que por cada uno que decida menospreciar, vendrán otros que la admirarán aún más y que hasta querrían imitarla. Ella sabe que ha llegado a un punto en que su mera presencia es digna de aplausos, y por ello, es capaz de cualquier cosa por satisfacer esa necesidad de sentirse poderosa. Su belleza es esa: el poder, el cual está alimentado por un talento brutal, casi inhumano. Mientras más halagos escucha, más grande se vuelve su ego, lo que lleva a que coquetee con sentirse Dios. El problema es que, en la vida, todo acto (in)humano que se aleje de los parámetros de la moral termina cobrando factura, ya sea porque así es la ley de la selva o porque realmente existe una fuerza superior que termina burlándose de ello.

A diferencia de otras películas que tienen en el centro personajes narcisistas, Todd Field pone toda la carne en el asador desde el principio, no pasa tiempo mostrando caretas. Un poco porque no las hay y otro tanto porque no las necesita. Ya en la primera escena se pasa a directo a la acción, a aquello que hizo que Tár se convirtiera de Linda a Lydia, es decir, a llenar esa construcción que alimenta su ego.
El primer diálogo del filme relata el curriculum vitae de esta mujer cual actor de la Royal Academy recitando de memoria una obra completa de William Shakespeare. Esto es Lydia Tár, “muchas cosas”, artista sí, pero una oprimida por su egocentrismo o, mejor dicho, por lo que podría llamar tárcentrismo. Convengamos que a cualquiera se le inflaría el pecho de contar con tales méritos profesionales, ¿acaso se la puede culpar por aspirar a ser la mejor en su área? Si la respuesta es afirmativa, los espectadores pecarían de mentirosos porque serían unos simples envidiosos. Es que, así como para nosotros esto es un arma de doble filo, también lo es para ella, puesto que somos testigos de una mujer cuya opulencia de méritos más que enaltecerla acaba por hacerla repugnante.
A partir de aquí, la figura de Tár pasa de ser una diosa moderna a la víctima del retrato de la más absoluta decadencia. Field hace de esta mujer la protagonista de su propia doctrina, primero ubicándola como directora de su vida y de la que la rodean, para luego machacarla con un castigo no divino, sino justo. El espectador aprende con ella, va viendo que ese poder se alimenta del temor ajeno. Mientras más temida, más admirada y, en consecuencia, más egocéntrica. Sus víctimas van cayendo una a una como peones de un ajedrez que son comidos por la Reina: primero su exdiscípulo Krista Taylor, luego el emergente chico de Juilliard y hasta la pequeña bravucona que atemoriza a su hijastra. Tal vez esos tenían algo que merecía ser puesto en su lugar, pero no así su pareja Sharon (Nina Hoss), ni su nuevo discípulo Olga (Sophie Kauer) y mucho menos Francesca (Noémie Merlant). Lo cierto es que nadie merecía desprecio o ninguneo con tal de alimentar un ego.
Cierto es que personajes como Lydia Tár ya han existido en la mente de otros realizadores. Haciendo un paralelismo forzado, pero efectivo, en una de las escenas más memorables de Network (Sidney Lumet, 1976), Max Schumacher (William Holden) describe a su amante, Diana Christensen (Faye Dunaway) de una manera tan fascinante como odiosa: “…indiferente al sufrimiento, insensible a la alegría. Todo en la vida lo reduces a simples escombros de banalidad.” En ese instante, la cámara se posa en Christensen, cuya cara permanece inmóvil, pero no inmutable. Le duelen esas palabras, pero no porque se las dice él – la persona que uno supone le genera algún tipo de sentimentalismo o placer –, sino por lo que significan. Trastocar el ego de una persona narcisista es un acto tan temerario como valiente, es despojarle de su arma más poderosa sin siquiera darle oportunidad para defenderse. Volviendo a Tár, enumerar sus errores es, en cierta forma, despojarla de su ego, alejándola de lo que la convierte en Lydia. Es casi como dejarla desnuda, inmóvil, vulnerable. Algo parecido le pasa a Christensen en esa escena donde se le dice todo aquello que jamás ha querido escuchar.
En el acierto o en el error, claro está que todo en la vida se devuelve. Todo mal, todo daño, por más ínfimo que sea, termina pasándole factura a cualquiera, sin importar cuán nobles hayan sido sus intenciones. Así, casi que, por arte de magia, del mismo modo en que Narciso fue condenado a la pena de vivir enamorado de su propio reflejo, a Lydia Tár la destierran cual leproso y la obligan a vivir con la carga de saber que su narcisismo jamás será llenado con el aplauso sostenido del público especializado. De poder elegir, Narciso hubiera preferido morirse ahogado, pero tal parece que Lydia tuvo un pequeño deje de redención, pudiendo refugiarse en aquello que estuvo mucho tiempo oculto: Lidia. “And it’s a happy ending,” dirían en Network. Para pensar.

Made in Uruguay, a Valentina el corazón le pertenece a sus raíces eslavas como las que retratan Pawlikowski en Cold War y Kusturica en When Father Was Away on Business. Firme defensora del Óscar de Faye Dunaway por Network, fanática del Almodóvar de Tacones Lejanos y fundamentalista de Vanessa Kirby. Cuenta los días para que The Academy salde su cuenta pendiente con Bradley Cooper. Ah, y para entretenerse, un cartón dice que es internacionalista.