Skinamarink: adiós terror elevado, hola terror abstracto
Dirección: Kyle Edward Ball.
Guion: Kyle Edward Ball.
País: Canadá.
Elenco: Jaime Hill, Ross Paul, Lucas Paul, Dali Rose Tetreault.
Palomómetro:
Más información de la película: https://www.imdb.com/title/tt21307994/

¿Qué se encuentra en el fondo de cada película de terror? No es la sangre, la muerte o el sufrimiento humano, sino el quiebre de la cotidianidad, el desafío de aquello que, más allá de que podamos explicárnoslo, distorsiona nuestra realidad y desafía la lógica de la costumbre. Siendo el terror uno de los géneros más socorridos, tanto por cineastas amateur como por la industria establecida, es razonable que una y otra vez busque la reinvención y la innovación. En esta ocasión nos encontramos en los albores de un nueva tendencia del género: la experimentación con la forma.
Ahora que Hollywood está ocupado en reciclar y revivir historias y personajes harto conocidos, en el cine de bajo presupuesto es donde se pueden encontrar las propuestas más interesantes. Este es el caso de Skinamarink, filme estrenado en el Festival Fantasia 2022, cuyo presupuesto de 15 mil dólares contrasta con ejemplos recientes del género como Black Phone (Scott Derrickson, 2021) o Evil Dead: el despertar (Lee Cronin, 2023), ambos con presupuestos de alrededor los 15 millones de dólares. Filmada en una casa donde se usó cualquier aparato para la iluminación y con un elenco de cuatro personas, Skinamarink no cuenta una historia, sino que deja las impresiones de una pesadilla transcurrida en una noche interminable en la que dos niños (Lucas Paul y Dali Rose Tetreault) se encuentran solos, incapaces de escapar y siguiendo las instrucciones de una voz maligna.
El aspecto visual es lo primero que llama la atención, pues Kyle Edward Ball y su director de fotografía Jamie McRae parecen haberse regido por dos reglas: nada de planos abiertos y poca o nula iluminación. Esto es complementado por la distorsión digital añadida al largometraje que emula el aspecto de un televisor de CRT (lo cual tiene sentido cuando recordamos que Skinamarink transcurre en 1995). Estas decisiones pueden parecer inexplicables, pero colocan a esta película no solo en la categoría de terror, sino también en la de cine experimental.
Si bien el objetivo principal es provocar el miedo a través de una realidad distorsionada en la que la inocencia se encuentra indefensa ante la maldad pura e incorpórea, también podemos distinguir uno más profundo: descubrir nuevas formas de concebir la imagen terrorífica. Los ángulos formados por la intersección de los muros y el cielorraso. Un paneo de lado a lado a la altura del suelo. Un plano subjetivo mientras el personaje se desplaza hacia otra habitación. Un primer plano de juguetes infantiles. Piernas, manos, la nuca, el contorno del torso que apenas sugieren la presencia de personajes. En Skinamarink la narrativa cede paso a las imágenes, la oscuridad y la distorsión de una infancia perdida entre pesadillas. No hay claridad, solo terror puro y opresivo.
Se han hecho comparativas con La bruja de Blair (Eduardo Sánchez, Daniel Myrick, 1999) y Actividad paranormal (Oren Pell, 2007), pero se olvida que el aspecto revolucionario de ambas consistía en poco más que un truco narrativo: pretender que el pietaje presentado ha sido capturado por cámaras como evidencia, no como fantasía (naciendo y fortaleciéndose así el subgénero de terror llamado found footage o “video hallado”). Skinamarink va más allá, pues su narrativa visual no está ceñida por estas limitantes, más bien su acierto consiste en fundamentarse en el video arte y el cine experimental. Corre por sus venas una voluntad a no ver, sino a construir una atmósfera; a no mostrar, sino a sentir a través de la imagen.

Claro que Ball comete algunos yerros, pues rápidamente se da cuenta de que el terror sufre para ser efectivo sin su pan de cada día, el jump-scare, en un puñado de secuencias en las que, con éxito dispar, infunde temor en su audiencia. Tales sustos no pueden existir sin mostrarnos. (Esto puede interpretarse como un uso eficaz y dosificado o bien como una traición a sus ideales experimentales.)
No hay nada explícito en Skinamarink que pueda provocar que la audiencia se sienta obligada a abandonar el cine, pero el énfasis colocado en la abstracción puede parecer excesivo a algunos, como a aquellos en mi proyección que, tras 30 minutos, decidieron salirse de la sala. El estilo de Ball puede inspirar frustración justamente porque se niega a mostrar: plano-contraplano, perspectivas múltiples, planos abiertos que dan paso a primeros planos; en fin, toda la gramática visual a la que estamos tan acostumbrados. Hay que aplaudir el atrevimiento de tomar el género populista por excelencia y combinarlo con la inclinación estética de la experimentación. Se trata, de forma simultánea, de una estrategia que atrae y que aliena al público. Es allí que encuentra a sus espectadores, que pueden parecer pocos, pero fueron suficientes para hacerle ganar dos millones de dólares en la taquilla estadounidense a inicios de año.
Ta vez todo este enfoque poco ortodoxo ha servido para ocultar la anti nostalgia militante de su trama, así como su brutal concepción de la infancia como una prisión, ambos temas que le otorgan profundidad al filme y hacen que se sienta como más que solo un truco narrativo o un capricho estético.
Quizá surjan émulos de Skinamarink, relatos de terror situados en la década de 1990 con un grano añadido a sus imágenes, pero imagino que será difícil que emulen la sensibilidad artística de Ball. Ante todo, es una película en la que se nota la búsqueda y el hallazgo de una voz propia, en la que el resultado recae en una pregunta más que una respuesta (¿puede ser el cine de terror experimental y complacer a las masas adictas a los sustos?), en la que el misterio cinematográfico (elemento necesario en toda película que anhele más que el entretenimiento) es conjurado por las imágenes en pantalla y no por los diálogos.
Lo cierto es que en Skinamarink se recompensa la paciencia del público, tanto si este busca una nueva forma de ver como si solo busca brincar en su asiento.

J. Alejandro Becerra es un cinéfilo de opiniones controvertidas. Fundamentalista de Scorsese, se decanta por el cine hollywoodense, pero se empeña por descubrir películas de alrededor del mundo. Aunque estudió Historia en la universidad, le encantaría dedicarse a escribir sobre cine de tiempo completo. No se pierde los Óscares aunque le diga a todos que los odia. Entre sus películas favoritas están Rebecca, Carol, Cléo de 5 à 7, Casino y The Tree of Life. No lo admitirá, pero llora cada vez que mira el final de Porco Rosso. Es un ferviente fanático de Jessica Chastain y Oscar Isaac, y cuenta los días para verlos ganar sus Óscares. Actualmente se dedica a discutir en Twitter con extraños y a aprender sobre marketing digital.