¡Que viva México!: cavando un hoyo sin llegar a ningún lugar
Dirección: Luis Estrada.
Guion: Jaime Sampietro, Luis Estrada.
País: México.
Elenco: Damián Alcázar, Alfonso Herrera, Joaquín Cosío, Ana Martín, Ana de la Reguera, Angelina Peláez, Enrique Arreola, Sonia Couoh, Vico Escorcia.
Palomómetro:
Más información de la película: https://www.imdb.com/title/tt22185848/

Un hombre sueña con su padre y abuelo, solo que, en lugar de recibir algún tipo de sabiduría, imagina que sus parientes ingresan a su casa para fusilarlo. Así abre ¡Que viva México! de Luis Estrada, anunciando que, a diferencia de sus películas más conocidas (las exitosas La ley de Herodes de 1999 y El infierno de 2010, entre otras), en esta el enfoque es la familia, la cual nunca deja de serlo a pesar de las distancias económicas.
Pancho Reyes (Alfonso Herrera) es un gerente arribista en una fábrica en la capital del país que emplea con sobrado éxito la estrategia más antigua para escalar de puesto en su trabajo, hacerle la barba al jefe (José Sefami). Su esposa Mari (Ana de la Reguera) vive plácidamente en una mansión suburbana y con gusto se dedica a lo que mejor sabe, comprar marcas de lujo y humillar a su asistente doméstica. Esta existencia patética clasemediera (Estrada parece comulgar con lo dicho por el presidente mexicano sobre el “aspiracionismo” de la clase media) es interrumpida por una llamada urgente de Rosendo Reyes (Damián Alcázar), padre de Pancho, para informarle de la muerte de su abuelo. Pancho, quien trata sus relaciones familiares como si fueran de negocios, accede a regañadientes a asistir al entierro.
Situada cronológicamente en la mal llamada cuarta transformación de México, ¡Que viva México! encuentra a Estrada con un sabor amargo de boca. Como lo ha señalado en numerosas entrevistas ante el estreno de esta película, Estrada no oculta su decepción con el gobierno en turno, lo que tímidamente se hace explícito en un par de ocasiones. No obstante, este filme no satiriza de forma directa a la figura presidencial y a sus huestes, sino que lo hace de manera indirecta al fijar su mira en la podrida institución familiar mexicana, poniendo en tela de juicio el dictum presidencial sobre el sempiterno “pueblo bueno” que dice representar.
La familia Reyes se pretende como un microcosmos de lo mexicano en el universo caricaturesco de Estrada: uno de sus integrantes es pederasta, otro holgazán, aquel un imbécil a secas, otro un narcomenudista y aquella una católica hipócrita. Todos representan un paradigma de fracaso individual y colectivo a la espera de alguien que los saque de pobres, ya sea el hijo pródigo, único capaz de salir del pueblucho desértico y derruido, antaño fuente de riqueza metálica.

Los clichés no le son suficientes a Estrada para expresar su menosprecio por estos personajes. Desde el patético, pedinche y manipulador padre hasta su cuñado tratante de blancas, no hay nada que salvar en esta familia, que lo único que busca y anhela es el dinero fácil. Entre el humor setentero de cantina y los chistes escatológicos (que más que sentirse fuera de lugar, parecen recursos cansados fruto de un quehacer falto de imaginación), los personajes se pierden en la caricatura dibujada por Estrada y Jaime Sampietro. El espectador no tiene más que estar de acuerdo con el titular Pancho Reyes y la esnobista insufrible de su esposa. No queremos volver a ver a esta colección de personajes despreciables; lo malo es que, durante más de 180 minutos, son todo lo que hay.
En su menoscabo de las simplistas raíces ideológicas (si es que puede llamársele ideología al simple recurso retórico de pretender la infabilidad del presidente) de la cuarta transformación, Estrada casi por accidente encuentra un país despreciable, desprovisto de cualidades. Es bien conocido el recurso de lo grotesco en su cine, pero aun tomándolo en cuenta, ¡Que viva México! reduce a una grosera caricatura todo lo que observa y el resultado es poco menos que insoportable. Algo hay que decir sobre su continuo uso del filtro amarillento para representar a un México que parece una calca del imaginado por Hollywood: sombrerudo, holgazán, tramposo, desértico, vagamente colonial, en ruinas, en fin, intemporal.
Ya sea la sobreactuación a cargo de Angelina Peláez como la anciana matriarca que más que decir verdades suelta frases hechas desprovistas de gracia o ingenio (imagine, querido lector, a una suerte de Sara García, pero maligna y mala onda); la interpretación de Cuauhtli Jiménez como la hermana transexual cuyo género es objeto de incómodas burlas (probablemente el recurso más inexplicable y torpemente explotado); o los triples papeles interpretados por los actores fetiche de Estrada, Joaquín Cosío (el abuelo Reyes, el hermano Rosendito y el primo Reginito) y Damián Alcázar (Rosendo, Regino y Ambrosio) no logran provocar las risas que tanta falta le hacen a ¡Que viva México!, mucho menos la reflexión.
Tal vez la sátira de la familia mexicana sería bienvenida, incluso necesaria; pero bajo la mirada de Estrada, todo lo que está a cuadro está desprovisto de gracia y sentido, hecho peor porque cada broma, gag y momento es repetido una y otra vez durante sus tres horas de duración. Ese oro metafórico que los Reyes buscan escarbando en la tierra encuentra su paralelo en la puesta en escena de Estrada: por más que busque, no halla nada.

J. Alejandro Becerra es un cinéfilo de opiniones controvertidas. Fundamentalista de Scorsese, se decanta por el cine hollywoodense, pero se empeña por descubrir películas de alrededor del mundo. Aunque estudió Historia en la universidad, le encantaría dedicarse a escribir sobre cine de tiempo completo. No se pierde los Óscares aunque le diga a todos que los odia. Entre sus películas favoritas están Rebecca, Carol, Cléo de 5 à 7, Casino y The Tree of Life. No lo admitirá, pero llora cada vez que mira el final de Porco Rosso. Es un ferviente fanático de Jessica Chastain y Oscar Isaac, y cuenta los días para verlos ganar sus Óscares. Actualmente se dedica a discutir en Twitter con extraños y a aprender sobre marketing digital.