El negocio del dolor: agobiante culto a la decadencia
Disponible en: Netflix.
Dirección: David Yates.
Guion: Wells Tower basado en la novela homónima de Evan Hughes.
Elenco: Emily Blunt, Chris Evans, Catherine O’Hara, Andy García, Jay Duplass, Brian d’Arcy James y Chloe Coleman.
País: Estados Unidos.
Palomómetro:
Más información de la película: https://www.imdb.com/title/tt15257160/
“…cuando hablas de adicción, la forma en que tienes de acabar con el problema es aceptando que tienes uno. Eso no sucede en Estados Unidos, ni en el mundo entero. Económicamente, racialmente, socialmente, financieramente. Hay mucha inequidad en el mundo. Eso es así. Está lo justo y lo injusto. No hay mucho espacio en el medio.”
– Michael Keaton aceptando su premio SAG a mejor actor por Dopesick (2022).

En el imaginario popular, Estados Unidos muchas veces es presentado como un ideal, una tierra de oportunidades donde todo es posible. Ese concepto no solo peca de ambicioso, sino también de mentiroso. La codicia de algunos supone la frustración de otros. Así como algunos, efectivamente, viven su propio cuento del american way of life, existen otros que terminan en la más absoluta decadencia. Quizás uno de los ejemplos más representativos es lo que muestra El negocio del dolor: aquel de los más de 500,000 estadounidenses que murieron por sobredosis a causa de los efectos de los opioides.
En El negocio del dolor se intenta minimizar al enemigo poniendo en el centro a Liza Drake (Emily Blunt), una madre soltera de mediana edad con poca suerte en la vida que se gana el sustento como bailarina exótica en un lugar deplorable. Un día como otro, sin esperanza alguna, Liza va a trabajar y se encuentra con Pete Brenner (Chris Evans), otro personaje decadente que le ofrece el trabajo de sus sueños a cambio de un sueldo casi millonario. Así, Liza, con una hija en edad problemática y sin un lugar donde parar, rastrea a Peter para aceptar su oferta y, de la noche a la mañana, se convierte en vendedora de medicamentos de una empresa que está rozando la ruina.
En el ínterin, Liza se entera de que su hija sufre una malformación cerebral, haciendo que esta madre fracasada se convierta en una absoluta mujer de negocios millonaria gracias a una empresa que, ahora, parece ofrecer un producto capaz de cambiarle la vida a cualquier convaleciente. ¡Ni el mismísimo Jesucristo sanando enfermos se atrevió a tanto! ¿Cómo podría alcanzar esto una simple mortal? La respuesta es simple, no puede.
Todo se queda a medio camino en la historia de Liza, en una suerte de madre aventurera capaz de hacer todo por el bienestar de su hija, pero que termina siendo una lección de mercadotecnia para mujeres fracasadas con delirios de Erin Brockovich. Parece que Emily Blunt se embarcó en esta aventura para ser la segunda actriz, tras Sandra Bullock, en conseguir una nominación al Razzie y al Oscar en un mismo año. Sin dudas se lo merece porque nada de lo que hace acá se asoma siquiera a lo laureada que pueda terminar siendo por su Kitty en Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023). Actriz de carácter y sensibilidad, aquí se despoja de esos méritos para ponerse en la piel de un personaje acartonado al cual solo se le rescata el vestuario de mujer de negocios.
Así como Blunt está para el olvido, el desastre es compartido con sus coestrellas. Parece un despropósito tener un elenco de la talla de Andy García, Brian d’Arcy James, Catherine O’Hara y Chris Evans, y desaprovecharlos de esta forma. Existen muchos personajes detestables, pero sin una trama que los sostenga o les de vida, es imposible siquiera permanecer pegados. Todo está tratado como un telefilme de los noventa, época dónde los opioides eran vistos como caramelos y ni siquiera se le daba relevancia al medio ambiente.
Haciendo paralelismo con la miniserie Dopesick (2021, Danny Strong), la cual cuenta una historia similar, allí el relato está contado desde múltiples puntos de vista, mostrando que todos los personajes son artífices de su destino y víctimas de decisiones propias como ajenas. Toda acción tiene una consecuencia, mediata o no, pero la tiene. Quizás lo más interesante es la manera en la que los realizadores muestran el momento exacto donde todo encaja, ese segundo en que la trama hace un click y lo que era perfecto termina siendo una total y absoluta crisis. Dopesick es la historia de una catástrofe. El negocio del dolor, por el contrario, es un relato egoísta que pone en el centro a la ambición humana de una manera tan poco carismática que ni siquiera seduce al espectador, sino más bien lo harta.
Ciertas historias no deben ser tratadas con ligereza, por más ficticias que sean. El negocio del dolor es el retrato de un problema que está demasiado latente como para mostrarlo como una versión siglo XXI de The Wolf of Wall Street (Martin Scorsese, 2013). En serio, ¿cuán dispuestos están los realizadores en rebajar sus estándares morales en pro del entretenimiento? Yates parece que mucho. El resultado es un contenido vacío con una frívola lección de resiliencia imposible de empatizar. Difícil creer que valga la pena perder más de dos horas en esto.

Made in Uruguay, a Valentina el corazón le pertenece a sus raíces eslavas como las que retratan Pawlikowski en Cold War y Kusturica en When Father Was Away on Business. Firme defensora del Óscar de Faye Dunaway por Network, fanática del Almodóvar de Tacones Lejanos y fundamentalista de Vanessa Kirby. Cuenta los días para que The Academy salde su cuenta pendiente con Bradley Cooper. Ah, y para entretenerse, un cartón dice que es internacionalista.