Confesiones: crimen y castigo para la clase alta
Dirección: Carlos Carrera.
Guion: Alberto Chimal.
País: México.
Elenco: Juan Manuel Bernal, Claudia Ramírez, Luis Gnecco, Emilio Rafael Treviño.
Palomómetro:
Más información de la película: https://www.imdb.com/title/tt20196104/

Una familia de clase alta es rehén en su propia casa. Una niña secuestrada. Un hombre vestido de negro que exige no dinero sino una venganza que los humille y desfigure su ego desmedido. Esta es la premisa de Confesiones, la última película del director mexicano Carlos Carrera. De alguna forma, el tráiler que había visto proyectado en el preámbulo de otra película me sugirió que Confesiones sería un repaso algo trasnochado de los temas de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), es decir, que podría esperar una confrontación entre clases a través de la violencia. Al contrario, Confesiones explora los secretos escandalosos de una familia rica con la única esperanza de escandalizar a la audiencia.
El papá (Luis Gnecco) es un dentista exitoso, el hijo (Luis Emilio Treviño) es un despreciable adolescente prototípico de clase alta (agresivo, engreído y racista) y la madre (Claudia Ramírez) es una profesora universitaria altiva. Todos se reúnen una tarde en su domicilio para descubrir la ausencia de la miembro más joven de la familia, a quien, una llamada les informa, han secuestrado. Estos tres personajes deben seguir las instrucciones de los secuestradores, quienes parecen conocer cada uno de sus movimientos. En lugar de un rescate monetario para la niña, un hombre con la cara oculta se presenta en su casa y les pide que confiesen el crimen horrible que alguno de ellos cometió.
Entonces comienza un ciclo enfermizo de confesión y castigo en el que cada uno de los tres admite alguna transgresión cometida con la esperanza de que sea esta la que provoque la liberación de la niña. Estos mea culpas van de lo idiota a lo ridículo, pasando por lo inconsecuente. Aquél confiesa las trampas de su oficio, otro la aventura sexual sostenida en su trabajo y otro un episodio de violencia. El guion a cargo de Alberto Chimal tropieza más de una vez en estos intercambios que lanzan a cada personaje a un monólogo introspectivo en el que admiten faltas cada vez más irrelevantes, supuestamente destinadas a revelar una faceta ignota de estos, pero no logran su cometido. Es decir, no se revelan a estos personajes bajo una luz distinta por lo que admiten haber hecho, no porque no sea plausible sino porque parece que no viene al caso (y cuando llega este momento parece muy tarde). Una de las cosas que Carrera y Chimal no toman en cuenta es que, siendo personajes de clase alta, estamos predispuestos a considerarlos culpables de algo más que tratar mal a su empleada doméstica. Cuando llega el momento de admitir sus fallas, trampas y crímenes, esperamos más. Nada más les faltaría reconocer que han tirado basura en la vía pública.
Una de las cosas más confusas de Confesiones es el tono que Carrera le imprime a la puesta en escena. ¿Se trata de un thriller para poner los pelos de punta o de una comedia negrísima? Creo que no sabría decirlo, pues una secuencia digna de body-horror o un castigo de índole sexual puede ser tratado como objeto de broma por los mismos personajes. La escena cumbre –que se nos pidió no revelar– es de una violencia tan alejada del resto del filme que más de una persona soltó una carcajada durante la misma. Contrario al jugueteo entre la broma, la violencia y la lucha de clases que Bong le imprimió a Parásitos, Confesiones nunca pone todas las cartas sobre la mesa. En ningún momento parece que haya un riesgo genuino para estas personas o para el mismo secuestrador (y el giro final lo hace muy claro).
Así, toda la fuerza de la película se coloca en provocar el morbo del espectador, cosa que en sí no es mala, pero en el caso de Confesiones, es lo único que se esfuerza por ofrecer. No obstante, cinéfilos veteranos o al menos conocedores de fantásticas secuencias de violencia e inmoralidad saldrán decepcionados. Ni en sus admisiones de culpa, ni en sus tímidos castigos, ni en su filosa culminación podrá sorprenderlos una película hecha a la medida para una cuadrada moralidad de clase media. La publicidad de esta cinta promete bastante, pero las recompensas son escuálidas y uno imagina que los únicos que podrán escandalizarse son los tíos y tías de quien lee estas líneas que van al cine dos o tres veces al año. (Si ese es el caso, estimado lector, les hará un favor al recomendarles el visionado de Oldboy [Park Chan-wook, 2003] para que realmente se escandalicen.) La última confesión hubiera podido corregir el rumbo si hubiera sido realizada con imaginación o ingenio literario, pero no es más que un tema trillado.
Claro que hay cosas que rescatar, como el trabajo de cámara del cinefotógrafo Ramón Orozco Stoltenberg, que se caracteriza por su inventiva conforme avanza la narración, así como la actuación de al menos uno de los tres miembros de la familia, pero la decepción es la mayor impresión. Confesiones es como entrar a un autolavado e imaginar las máquinas automatizadas de mecánica precisión y los rodillos gigantes que lavarán nuestro auto, pero, en cambio, encontrar a un joven con una manguera y una esponja. Hace el trabajo, pero no es suficiente.

J. Alejandro Becerra es un cinéfilo de opiniones controvertidas. Fundamentalista de Scorsese, se decanta por el cine hollywoodense, pero se empeña por descubrir películas de alrededor del mundo. Aunque estudió Historia en la universidad, le encantaría dedicarse a escribir sobre cine de tiempo completo. No se pierde los Óscares aunque le diga a todos que los odia. Entre sus películas favoritas están Rebecca, Carol, Cléo de 5 à 7, Casino y The Tree of Life. No lo admitirá, pero llora cada vez que mira el final de Porco Rosso. Es un ferviente fanático de Jessica Chastain y Oscar Isaac, y cuenta los días para verlos ganar sus Óscares. Actualmente se dedica a discutir en Twitter con extraños y a aprender sobre marketing digital.