Ahed’s Knee: rodillazo metafórico a la madre patria
Disponible en: video por demanda y MUBI.
Dirección: Nadav Lapid.
Guion: Nadav Lapid.
Países: Israel, Francia.
Elenco: Avshalom Pollak, Nur Fibak.
Palomómetro:
Más información de la película: https://www.imdb.com/title/tt12494638/

Ahed’s Knee, el último largometraje del cineasta israelí Nadav Lapid y galardonado con el Premio del Jurado en el Festival de Cannes del año pasado (distinción compartida con la extraordinaria Memoria de Apichatpong Weerasethakul), es un furibundo alegato que hace explícito aquello que su cinta The Kindergarten Teacher (2014) sugería: el arte (en este caso, el cine, en aquel, la poesía) está siendo asfixiado por el Estado israelí por su máquina de abusos a los derechos humanos, y resulta cada vez más difícil de concebir en una sociedad militarizada y apática.
Escrita en clave al parecer autobiográfica, Ahed’s Knee sigue al cineasta Y (Avisham Pollak), quien se encuentra en el proceso de cásting para su película sobre Ahed Tamimi, la recia adolescente palestina cuyos rizos dorados dieron la vuelta al mundo para convertirse en el rostro de la resistencia frente a la opresión y ocupación israelí, y la respuesta que despertó en las redes sociales israelíes, en donde muchos señalaron que las fuerzas de ocupación debieron haberle disparado en la rodilla en vez de llevarla a la cárcel.
La cinta abre entre contrapicados lluviosos que subrayan la presencia física de la cámara en el plano y primerísimos planos de las rodillas de las actrices que audicionan para este director cuando recibe una llamada para presentar una de sus películas en un pueblito en medio del desierto. Allí, en Arava, es recibido por la agradable y muy platicadora Yahalom (Nur Fibak, en el que parece ser su debut frente a las cámaras), una subdirectora del sistema de bibliotecas que fungirá como su anfitriona.
Entre anécdotas, llamadas por teléfono mientras vaga por ese desértico lugar y conversaciones con los locales hasta llegar a un colérico clímax, Ahed’s Knee discurre luminosamente en la pantalla, dominando. Lapid maneja la cámara como si fuera una de sus extremidades, usando paneos rápidos o moviéndola hasta quedar a centímetros de sus personajes. Tal vez Lapid responda más al instinto que a nociones tradicionales de puesta en escena, pues su cámara se mueve con gran libertad y fluidez. El resultado es una inmersión total en la diégesis, aún cuando la presencia de la cámara es notoria (algo que ya había sucedido en The Kindergarten Teacher).

Lapid mantiene un estilo peculiar, no solo por su extrañeza visual, sino también por su mezcla hábil de tonalidades, un momento inmerso en un número musical, otro en un drama a pie y otro en un frenesí intransigente que atormenta a uno de sus personajes. La música consiste en éxitos pop estadounidenses –canciones tan diferentes como Welcome to the Jungle de Guns ‘N’ Roses o Lovely Day de Bill Withers –, o baladas israelíes, que comienzan en el mundo ficticio y dominan de tal manera la narración que Y no puede más que dejarse llevar e imaginar escenas de baile, protagonizadas por sus interlocutores o los personajes de la historia que está contando.
Esta explosión de música, y a menudo baile, contrasta con el entorno arenoso en el que Y se encuentra, tanto por la aridez visual, cultural y humana, como por la súbita imposición de su amable anfitriona de que debe firmar un papel que señala los temas aprobados sobre los que puede hablar después de la proyección. Esta censura, comunicada con una sonrisa, aunado con el proyecto sobre Tamimi que debe realizarse en secreto y sin presupuesto para evitar ser vetado de la escena cultural de su país, ponen de relieve el continuo malestar de Lapid con Israel.
En una época en la que el pánico moral sobre la cultura de la cancelación y la noción de que multimillonarios deben proteger la libertad de expresión dominan el discurso público, el cineasta israelí pone en la mesa un tema continuamente ignorado, pero de tremenda importancia: que, a pesar de ser la democracia estrella de Medio Oriente, Israel es ante todo una sociedad militarista en la que el Estado oprime y subyuga a millones de palestinos. Lo que era subtexto en The Kindergarten Teacher, aquí es convertido en el texto. ¿Cómo puede hacerse arte si es auspiciado por un Ministerio que odia el arte? ¿Cómo hacer arte si es vigilado, censurado y vilipendiado por el Estado?
Más allá de proporcionar preguntas, Lapid, al igual que Y, se contenta con sacar de su ronco pecho las cuestiones que pesan sobre su mente con una intensidad amenazante y cuya representación pondrá los pelos de punta a más de un miembro de la audiencia (algo puede decirse sobre si esto hace de Y un personaje desagradable por su exabrupto que raya en la violencia hacia la mujer, pero dudo mucho que Lapid lo construyera como un personaje moralmente perfecto). Sin embargo, el final apunta hacia un cuestionamiento de sí mismo, hacia el conformismo como refugio último en un país en el que, aún en sus rincones más alejados, es posible sentir el yugo alrededor del cuello y la mordaza en la boca.

J. Alejandro Becerra es un cinéfilo de opiniones controvertidas. Fundamentalista de Scorsese, se decanta por el cine hollywoodense, pero se empeña por descubrir películas de alrededor del mundo. Aunque estudió Historia en la universidad, le encantaría dedicarse a escribir sobre cine de tiempo completo. No se pierde los Óscares aunque le diga a todos que los odia. Entre sus películas favoritas están Rebecca, Carol, Cléo de 5 à 7, Casino y The Tree of Life. No lo admitirá, pero llora cada vez que mira el final de Porco Rosso. Es un ferviente fanático de Jessica Chastain y Oscar Isaac, y cuenta los días para verlos ganar sus Óscares. Actualmente se dedica a discutir en Twitter con extraños y a aprender sobre marketing digital.