Oppenheimer: la culpa entre fisión y fusión
Hay un tuit muy popular que va algo como “qué bajón haber nacido al final del siglo de Hacer Desmadre para vivir el resto de mi vida en el siglo de Enfrenta las Consecuencias”. (Mi traducción no le hace justicia: “kind of a bummer to have been born at the very end of the Fuck Around century just to live the rest of my life in the Find Out century”). Pensé en eso durante el final de Oppenheimer, la biopic poco convencional de J. Robert Oppenheimer, físico teórico y líder del equipo que crearía las bombas atómicas que, días después de ser probadas, serían arrojadas sobre Japón para finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Este es un drama legal centrado en el poder: quién lo crea, quién lo usa y explota, qué resentimientos se crean a partir de esas dinámicas, y cómo se enfrentan las consecuencias, en especial a largo plazo.
Al igual que con sus películas anteriores, Christopher Nolan divide la narrativa. Una titulada “fisión” se enfoca en la vida personal y profesional de Oppenheimer (Cillian Murphy), y en su rol como líder del Proyecto Manhattan. Otra titulada “fusión” se desarrolla en la audiencia para confirmar al almirante Lewis Strauss (Robert Downey, Jr.) como secretario de comercio en el gabinete de Dwight Eisenhower para el periodo de 1959 a 1961. Lo que une a ambas líneas de tiempo es la audiencia que se le hace a Oppenheimer en 1954 para evaluar si se renueva su autorización de seguridad debido a que hay fuertes sospechas de que es comunista por sus lazos personales.

Con los títulos “Fisión” y “Fusión”, el guion de Nolan, basado en la obra de Kai Bird y Martin J. Sherwin, explora dos tipos de poder humano: el científico, que tiene la capacidad de crear destrucción con un objetivo que podría volverse difuso en un parpadeo; y el político, el cual toma las herramientas y armas disponibles para someter e imponer una visión particular. Ambas posturas se sostienen en la creencia de que se está siguiendo lo que Se Debe Hacer: hay que adelantarse para crear armas de destrucción masiva antes que los enemigos, hay que enjuiciar y desprestigiar a cualquiera que cuestione el statu quo. Si bien ambos poderes pueden coincidir en momentos clave (como una guerra), también pueden estar en choque constante. Estas dinámicas, así como la ausencia de poder actuar y decidir, provocan resentimientos que pueden ser tan venenosos como la exposición radioactiva.
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Kitty Oppenheimer (Emily Blunt) lo tiene presente. En esta historia, ella es una ama de casa resentida – quizás porque no pudo elegir su destino debido a su contexto socioeconómico – que acumula desprecio en todas las botellas de licor que deja vacías. La relación con su marido es una de fría cordialidad que sigue la rutina y orden del deber ser. Dado que conoce el rencor a la perfección, es ella quien comprende quién orquestó desde las sombras la audiencia contra Oppenheimer y por qué, mientras lo critica por no defenderse ni dar pelea.
En cambio, el protagonista no guarda rencor, percibiendo la audiencia como castigo. De ahí la comparativa con el personaje mítico Prometeo, citado por Nolan al inicio de la película que, si bien es forzada, funciona dentro del arco narrativo del protagonista.
Después de todo, la culpa que siente Oppenheimer moldea a la película, tanto a nivel personal y privado – el enfriamiento de su matrimonio, por ejemplo, o su relación con Jean Tatlock (Florence Pugh), psicóloga comunista – como a escala global. Con el paso del tiempo, ronda la idea de que Oppenheimer es responsable por el dolor de otras personas mucho antes de convertir la teoría cuántica en realidad. Después de todo, una cosa es armar la teoría y otra muy diferente probarla, un arma de doble filo con consecuencias a corto y largo plazo.
Tras enterarse de la muerte de Tatlock, Kitty le dice fríamente a su marido: “no puedes pecar y luego pedir a todos los demás que nos sintamos mal por ti cuando hay consecuencias”. En esa línea de diálogo está la tesis de la película: no debemos simpatía a las personas que tienen la capacidad de provocar niveles de destrucción masiva, mucho menos si (o, en el punto más optimista, cuando) enfrentan las consecuencias de sus actos.

La secuencia más terrorífica no es la explosión de la bomba en sí – mucho menos una secuencia de su uso destructivo sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki –, sino el momento en que el protagonista intenta dar un discurso de victoria a sus colegas en Los Álamos. El golpeteo insistente que escuchamos durante la película resulta ser los zapateados de los asistentes a ese discurso, entusiasmados por la declaración de que la guerra terminó. Conocer las consecuencias de la bomba atómica carga a Oppenheimer de culpa y motiva su actuar en los siguientes años, poniéndolo en contraposición a la postura oficial del gobierno estadounidense.
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Algunos tienen la idea de que hacer una película basada en la vida de alguien es aprobar y tener una visión amable y permisiva de las acciones del sujeto de estudio. Lo que distingue a Oppenheimer es que, al balancear ambas líneas de tiempo, plantea que quizás algo más peligroso que los avances científicos son los resentimientos y egos heridos de personas obsesionadas con obtener y mantener el poder.
Asimismo, al presentar una visión gris de la vida del científico, Nolan no duda en mostrar tanto su fascinación con la figura del científico cargado de culpa como condenar sus acciones. El cineasta da suficiente margen de interpretación para que sea el mismo público el que decida cuál de las dos perspectivas – fisión o fusión – es peor. Después de todo, las consecuencias de las bombas como de la política anticomunista las seguiremos pagando y viviendo por generaciones.

Crítica de cine, escritora y traductora del norte de México. Su trayectoria engloba proyectos en ONGs y la creación de contenidos creativos en agencias de comunicación audiovisual. Tiene un enfoque multidisciplinario e inclusivo que ha estado en diversas plataformas de cine nacionales e internacionales.