Macario: la vida es una vela
“La muerte y yo nos hablamos de tú desde hace tiempo; ella juega conmigo sin hacerme daño.
¡Los peligros de que he escapado, quizá con su ayuda!”
José Rubén Romero, La vida inútil de Pito Pérez
Para el mexicano es fácil hablar de y con la Muerte, puesto que se codea con ella. La mira de frente, se ríe con y de ella, sin temor a que ésta lo tome personal y se desquite del osado que la tutea.
Quizá si el mexicano fuera más valiente, hasta se atrevería a enamorarla para gozar de sus favores sin tener que pasar al más allá. Pero la bizarría de nosotros, del pueblo del águila, no es tanta, y preferimos que la flaca sea una conocida más y en la hora decisiva le rogamos que nos dé otra oportunidad.
La muerte no necesita de nosotros, ella nos lleva cuando quiere y sin dar explicaciones. No es nuestra amiga ni mucho menos nuestra comadre. Es altiva, pero no cruel, solo cumple con su trabajo, y como todo empleado, tiene derecho a comer y descansar que su labor no es cualquier cosa: recolecta almas de todos los lugares del planeta. Cuando en México un pobre cristiano acaba de expirar, en Medio Oriente ya tienen una guerra.
Dios, por su parte, se limita a observar las penurias del humano intentando tener una vida decente y, aunque puede darle todo lo que desea, espera a que le dirija una plegaria sufriente, lo cual no garantiza que le haga caso. El diablo es harina de otro costal. Ese sí está más que dispuesto a ayudar, pero sin ser muy claro en lo que exigirá a cambio. ¡Y pensar que los tres ofrecen tantas cosas a cambio de un trozo de pavo!
Ésta es la premisa de Macario, cuento escrito por el alemán Bruno Traven en 1950, quien representa una cultura híbrida con elementos mexicanos, alemanes y estadounidenses, y cuyas novelas hablan comúnmente de México, país en el que encontró refugio durante la Segunda Guerra Mundial.
La historia de Macario es la de un leñador pobre que se quita el pan de la boca para que sus hijos coman, por lo que siempre está hambriento. Por esto, su único deseo es comerse un pavo entero sin convidarle a nadie. Su esposa, mujer agradecida por tener a Macario como esposo – porque no le pega –, ahorra durante tres años para cumplirle su deseo. Macario toma el pavo y se va a lo profundo del bosque para comérselo. Antes de comer, el Diablo aparece y le ofrece riquezas a cambio de un trozo de pavo, Macario se niega, pues el dinero no le servirá.
Después, Jesucristo le pide un poco de comida por caridad y el leñador le expone que, al ser hijo de Dios, puede tener alimento cuando lo desee. Finalmente, aparece la Muerte, a quien sí le comparte pavo para poder comer antes de morir. Agradecida, la Muerte le da a Macario agua para curar a los agonizantes, pero le advierte que si la ve en la cabecera de la cama ya no hay nada qué hacer. Todo va bien hasta que el hijo del virrey enferma, la Muerte aparece en su cabecera y el niño muere. Macario sabe que lo quemarán en la hoguera, por lo que pide ayuda a la Muerte.
En 1960, Roberto Gavaldón adaptó Macario en una película que sería nominada al Premio Óscar en la categoría de mejor película extranjera. De esta adaptación destacan tres elementos: las acciones ocurren en el marco del Día de Muertos, la muerte es del sexo masculino, y las velas funcionan como metáfora para ilustrar el paso de la vida.
Día de la Muerte, no de los muertos
Es significativo que el Día de Muertos sea la celebración elegida por Gavaldón para Macario, ya que la dota de otro significado. Éste es el día en que los mexicanos celebramos a los difuntos, quienes creemos que vienen a degustar la comida que les preparamos. Pero ¿cómo es que no nos detenemos a pensar que la celebración debería ser para la Muerte que no come ni festeja porque su trabajo es llevarnos al más allá?
Éste es un personaje igualitario, que labora todos los días, incluso en la que debería ser su festividad, además de que prefiere las ofrendas de los pobres antes que las de los ricos. En la película hay una escena en donde Macario y su familia contemplan un altar de muertos en una casa rica y la dueña les cierra la ventana.
Ellos, por su parte, únicamente encienden algunas veladoras en su jacal. La Muerte bien pudo llegar a la casa rica a disfrutar de platillos elaborados, pero prefirió compartir el pavo con el hombre pobre que en su vida sólo tuvo hambre. Esto hace a la Muerte igual al humano, con necesidades que no se ven cubiertas, como el alimento y el descanso, y que trabaja insaciablemente para sobrevivir.
Por esto, es a ella a quien debería organizársele una fiesta, y no a quienes en vida tuvieron celebraciones y en la eternidad siguen divirtiéndose y causando compasión. Qué lástima que sea el día de Muertos y no el día de la Muerte.
¿La Muerte es hombre?
Como reflejo de sus tiempos, tanto Traven como Gavaldón conciben a la Muerte como un ser masculino, rompiendo la tradición mexicana de verle como mujer y representarla con vestidos y elementos que denotan feminidad. En Macario, a la Muerte se le refiere como compadre, se le habla como a un igual y se le trata como a otro hombre con el que se establece una relación más allá de la mera cortesía, pero que no llega a ser del todo familiar.
Si la Muerte hubiese sido mujer, la historia funcionaría distinto por el sentido de empatía que se espera del género femenino, con énfasis especial en las expectativas de las décadas de los 50 y 60. Quizá la Muerte, compadecida por la desesperación de Macario, no hubiera dejado morir al hijo del virrey, con lo que la fama del leñador hubiese subido como espuma. Hasta me atrevería a decir que quizá ni siquiera le hubiera agradecido la comida con el agua milagrosa, sino con la inmortalidad. Tal vez, en lugar de darle un bule con agua, le hubiera dejado el líquido vital y misterioso brotando permanentemente de un manantial.
Sin embargo, la Muerte fue él y no ella. Se le doto al personaje de dureza y frialdad en los momentos clave, como la desesperación de Macario, en la que era no titubeó y siguió el curso natural de los acontecimientos.
Las velas como metáfora de la vida
La escena de las velas parece inspirarse en un tópico existente en la literatura para explicar la fugacidad de la vida, y cómo es que ésta puede terminarse con un soplo que apague la llama. En el final de la película se distingue la influencia de La muerte padrino, de los hermanos Grimm. Aquí, la Muerte explica el uso de las velas y cómo es que no tiene control sobre su consumo (cosa curiosa, aquí la Muerte también es hombre). Bajo este supuesto, la humanidad no es otra cosa que velas encendidas que tienen dos finales: o se derriten completamente o un viento apaga la flama, terminando así con su existencia.
En Macario, las velas se utilizan como una metáfora bellísima de que la vida se va en un instante y solamente la Muerte puede soplarlas. Esta idea también aparece en el poema Velas, de Constantino Kavafis o en la obra A puerta cerrada, de Jean Paul Sartre. Roberto Gavaldón presenta el tópico con la escena en la que Macario, en medio de su desesperación, roba su vela que está a punto de derretirse completamente. Ante esto, la Muerte solo le grita advertencias, pero en ningún momento lo persigue. De cualquier manera, el destino de todo hombre es morir, sin importar lo que haga para evitar la muerte.
Cuando la Muerte llega para alguien más, incluso tratándose de nuestros seres queridos, la vemos natural y no nos aterra, pero cuando llega para uno mismo, el pánico nos invade, tratamos de evitarla por todos los medios y le rogamos que haga algo por nosotros, que encienda otra vela para no consumirnos.
Mientras que Dios está sordo o se hace del rogar, y el Diablo ayuda a cambio del alma del ser humano, la Muerte es pareja, pues no hace distinción y se lleva tanto a pobres como a ricos, a enfermos o sanos. Con Macario, Roberto Gavaldón hace mucho con un cuento de pocas páginas y cambia la visión de la muerte: la convierte en un hombre frío, calculador y realista, aunque, eso sí, un poco como la Santa Muerte, dispuesto a ayudar a quien le ayuda.
Macario está destinada a contarse entre las mejores películas del cine mexicano por su temática, el manejo de sus escenas y los actores que participan en ella. Considero que la versión fílmica es mejor al cuento de Bruno Traven porque la historia se vuelve mexicana al contar con elementos inherentes a una cultura rica que refleja la visión de la muerte para nosotros.

Kristell Navarro es licenciada en Letras Hispánicas. Desde niña le encanta leer y escribir, a veces juega a ser poeta y todo el tiempo está pensando en las palabras. El cine mexicano de la Época de Oro es su pasión y muchas veces se imagina cómo hubiera sido convivir con Pedro Infante y Javier Solís, dos de sus cantantes favoritos. Lo más bonito que le han dado las palabras fue la oportunidad de escribir acerca de la obra del poeta José Vicente Anaya, por lo que Kristell sabe que las letras son un universo y la única manera de quedarse en el mundo. La aspirante a hacer poesía, amante de los boleros y Karen de dos michis publica algunos de sus trabajos en el sitio https://medium.com/@kristellsarahinavarro.
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