La vendedora de rosas: no todas las películas navideñas son como te contaron
Mientras nos acercamos al fin de año y celebramos una Navidad inusual marcada por la crisis mundial de COVID-19, he estado pensando en aquellas películas navideñas atípicas. Una que viene a mi mente de inmediato, y de la que no he podido dejar de pensar desde que la vi por primera vez hace meses, es la cinta colombiana La vendedora de rosas.
Estrenada en 1998, la película dirigida por Víctor Gaviria compitió por la Palma de oro en el Festival de Cine de Cannes. Alabada por unos y criticada por otros, a nadie deja indiferente. La cinta hace parte del llamado “cine marginal” (o “realismo sucio”), una tradición que se expandió en América Latina a partir de los años noventa cuando los cineastas se propusieron retratar de manera cruda y realista la violencia urbana a la que se enfrentan los seres marginados por las instituciones sociales. La vida en los márgenes cobra un rol protagónico en estas narrativas con altas cuotas de violencia.
En este caso, las protagonistas de la cinta son niñas con historias familiares de maltrato, abandono e incomprensión, quienes intentan hacer de la calle un nuevo hogar mientras venden rosas, inhalan pegamento embotellado (símbolo de la búsqueda del cariño maternal) y enfrentan todo tipo de peligros. La trama se desarrolla en plena Navidad y es una mirada realista a la vida en los barrios pobres de Medellín, arrasados por la violencia del narcotráfico y el desamparo.
La película, como el cine de Gaviria en general, es considerada por algunos como “porno-miseria” o como una representación carnavalesca de la violencia urbana, cuestionando así la calidad ética de la imagen. Aunque el debate es interesante y arroja luz sobre las maneras en que reaccionamos al ver representaciones fílmicas de problemas tan reales en nuestras sociedades latinoamericanas, lo cierto es que hay categorías (como la de “porno-miseria”) que esconden cierta superficialidad en su análisis.
La vendedora de rosas es una experiencia visual retadora y desestabilizadora que responde a la intención del director de “hacer ver” al espectador, confrontando especialmente a las clases altas de Colombia que intentan ignorar una realidad dolorosa. Estamos acostumbrados a disfrutar de experiencias visuales placenteras, mientras que esta cinta se caracteriza por una estética de hambre, desencanto y desamparo. Es el arte que confronta, el cine que no calla.
Por supuesto, siempre debemos preguntarnos para qué ver o hasta dónde ver. En cualquier caso, se trata de analizar las estrategias discursivas y representacionales que emplean los cineastas para llevar estas historias a la pantalla grande. Creo que es admirable lo que consigue Gaviria en La vendedora de rosas, pues logra dar cuenta de un problema social complejo que no solo confronta la sociedad colombiana.
Gaviria nos invita a reflexionar sobre la violencia y la desigualdad social en América Latina y sus repercusiones sobre las vidas de tantos niños y jóvenes. Esto lo hace con una mirada sensible y humana que parte del reconocimiento de la imposibilidad de traducir o representar las vidas de los seres marginados.
La vendedora de rosas es una mirada al día a día de los niños de la calle en la que el director no pasa juicio sobre los actos de los personajes ni pretende interpretar sus experiencias. En todo caso, solo los observa a través de los lentes de la cámara en lo que podría considerarse un enfoque etnográfico.
En este punto, es importante destacar que Gaviria trabaja con “actores naturales”, es decir, personas que en la vida real habitan estos espacios y que, por lo tanto, se están actuando a sí mismos. De ahí el grado de verosimilitud que consigue la cinta. De hecho, el guion se construyó a partir de historias y experiencias que los mismos actores relataron al director en entrevistas. Si bien repetían algunas frases que les susurraba Gaviria, en general, hablaban su propio lenguaje callejero, el parlache (para conocer más de este proceso, pueden consultar el documental Poner a actuar pájaros (2017), el cual ofrece una mirada tras cámara a la filmación de La vendedora de rosas).
Lo más interesante de la cinta es que, a pesar de ser tan dura, también desborda humanidad y esperanza. Sin suavizar la experiencia de estos niños o proveer soluciones concretas a sus problemas, Gaviria se aleja de las visiones apocalípticas, monstruosas y a veces erotizadas que caracterizan a algunas de estas narrativas fílmicas y literarias, permitiéndonos ver a los seres marginados más allá de lo abyecto y cruel de la violencia.
Las niñas de la calle aprenden códigos de sobrevivencia callejera, lo que resalta el papel de la educación informal (lo que se aprende en la calle) y el principio de cuidado personal en la línea de Foucault. Pero también crean sus propios códigos de lealtad, aceptación y pertenencia. En su libro Víctor Gaviria: los márgenes, al centro (2009), Jorge Ruffinelli comenta:
“Lo extraordinariamente perspicaz de esta película consiste en mostrar la sociedad femenina que se forma entre las niñas, evidente en las escenas de la pensión en que muchas de ellas viven y a la que llevan a Andrea. Pese a sus discusiones y hasta peleas, componen todas ellas una sociedad cerrada de sobrevivencia. Los adultos son generalmente los transgresores y agresores, y ellas, niñas de diez a dieciocho años, han aprendido a defenderse solas. (…) Por un lado, hay reconciliaciones que permiten avizorar que no todo está perdido: Diana se marcha con su padre, Andrea tiene un diálogo reconfortante con su madre. Y, ante todo, abunda la ternura y los “principios” de amistad y solidaridad entre las niñas, como para probar que éste no es un mundo salvaje. (…) Hubiera sido fácil mostrar a una juventud perdida en el robo, el alcohol y la droga, y esa habría sido la perspectiva “desde afuera”. Gaviria “desde adentro” consigue esa interiorización con un sistema de trabajo que implica un grado de convivencia y de simpatía (y empatía) como no se encuentra en otros ejemplos del cine contemporáneo.”
No todas las niñas de la película tuvieron un final esperanzador como el de Diana. Aun más duro resulta saber que en la vida real algunas de ellas se vieron envueltas en terribles episodios de violencia luego de la filmación, como es el caso de la protagonista, Lady Tabares (Mónica en la cinta), quien hoy vive bajo libertad condicional tras haber sido implicada en el asesinato de un taxista, y cuya historia de vida es presentada en la serie Lady, la vendedora de rosas (2015).
Como sea, la película de Gaviria representó para ellas la oportunidad única de sacudir al país con unas demandas de justicia y libertad expresadas a través de esa rebeldía tan característica de los niños de la calle. El director ha dicho que la cinta intentó ser una “ventana de humanidad” que no pretendía cambiar el mundo, pero sí cambiar nuestra mirada. En su libro Detrás de Cámara: crónicas, testimonios y reflexiones de un cineasta (2018), Gaviria comenta:
“Pero lo interesante es que esta ventana de humanidad fue hecha por más de tres docenas de niños de la calle, que se la pasaban todos los minuciosos días del año caminando de un lado a otro como hormiguitas, preguntando en todas partes y en todos los corrillos, por si alguien tenía por casualidad la idea remota de cuál era el lugar de ellos en este mundo. La película le dio a esta pregunta una respuesta temporal, los envaneció, los alegró y les dio destino durante un año.”
Que nadie se llame a engaño, el cine no resuelve problemas sociales, pues sabemos que estos requieren de políticas públicas específicas y de ciudadanos comprometidos. Sin embargo, el cine sí puede abrir nuestros ojos ante realidades desconocidas y movernos a la empatía si somos lo suficientemente receptivos.
No todas las películas navideñas son como te contaron. Y, probablemente, La vendedora de rosas es aquella de la que no te han hablado. Es también la película que perforó mi corazón en 2020 y la que te recomiendo ver antes de que acabe el año.

Kenny Díaz nació un 28 de enero de 1996 en Carolina, Puerto Rico, en donde vive. Creció viendo telenovelas con su mamá y amando el pop romántico contemporáneo. Su amor por el cine vendría más tarde junto con el seguimiento a las premiaciones como los Globos de Oro y los Premios Óscar. Ama el cine de Terrence Davies y las historias centradas en personajes femeninos fuertes y complejos. Obtuvo su bachillerato en Historia de América en 2019 de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Actualmente cursa una Maestría en Estudios Culturales en la Universidad Ana G. Méndez, Recinto de Gurabo. Entre sus intereses de investigación están los movimientos sociales y prácticas de resistencia, la construcción de culturas de paz y el problema de la violencia en América Latina desde la producción cultural, con énfasis en el cine y la literatura. Aspira a ser guionista de cine en unos años, así como docente e investigador.
A priori, es lo más parecido a la mirada dura y el realismo arenoso de la realidad social. Una amparada en el quebrantamiento en situaciones extremas de pobreza y marginación. Se agradece que películas como “La vendedora de rosas” trate de expandir el conocimiento de dichos problemas sociales y las vivencias de personas como esa ventana que tanto se manifiesta a lo largo del texto.
Quizá no podamos hacer nada por cambiar las cosas, pero sí ofrecer una acertada forma de visibilidad centrada en la conciencia sensible.
Un saludo y buen texto ^^