Una década para la posteridad: la racha imposible de Francis Ford Coppola en los 70
Entre 1972 y 1979, Francis Ford Coppola estrenó cuatro de las cintas estadounidenses más alabadas del siglo XX: El Padrino (1972), El Padrino: parte II (1974), La conversación (1974) y ¡Apocalipsis ahora! (1979). Con excepción de La Conversación, todas figuran entre las 100 mejores películas según la famosa encuesta de la revista británica Sight and Sound, que se hace cada diez años a cineastas y críticos de cine de todo el mundo.
Para finales de los 70, no había cineasta más representativo de la ambición, inventiva y fuerza renovadora de lo que después se conocería como la generación del Nuevo Hollywood, la cual también incluye a Martin Scorsese, Brian DePalma, Robert Altman, Terrence Malick, Elaine May, John Cassavetes y Peter Bogdanovich, entre otros. Esta partida de jóvenes, casi todos graduados de las primeras escuelas de cine, fue influida por la Nueva ola francesa, tomando de ésta los principios de frescura juvenil, las grabaciones en exteriores y la primacía del director.
La industria hollywoodense, que entonces pasaba por malos momentos, vio el éxito de películas como The Graduate (Mike Nichols, 1968), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1969) e Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) y no tuvo más que ceder ante los empeños de estos jóvenes cineastas. A largo plazo, sus ambiciones artísticas, irreverencia y frescura revitalizaron a una industria moribunda, a la vez que inauguraron, hacia finales de la década, la era del blockbuster, que continúa hasta nuestros días.
Francis Ford Coppola comenzó su carrera dirigiendo y editando películas softcore (con desnudos, pero sin sexo explícito) a inicios de la década de 1960. Roger Corman, legendario productor, director, guionista y distribuidor, lo acogió y Coppola terminó desempeñándose a su lado como editor, asistente y guionista antes de que aquel le ofreciera dirigir su primera película con el presupuesto restante de otra producción. El resultado fue la cinta de terror de culto Dementia 13 de 1963. No sería hasta la escritura del guion de Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) que Coppola sería un nombre reconocido en Hollywood, ganando el Óscar a Mejor guion adaptado en la ceremonia de 1970.
El Padrino (1972)
Paramount adquirió por $12,500 dólares los derechos de una novela aún no publicada escrita por el desconocido Mario Puzo, que retrataba la vida de los gánsteres italianos en Nueva York en la segunda mitad de los 40. Robert Evans, jefe del estudio, estaba convencido de que la cinta necesitaría un director con ascendencia italiana, pues creía que esto sería clave para el éxito de la película. Quería una cinta genuina y no una caricatura de la vida italiana en Nueva York. Prácticamente quería “oler el espagueti.”
El padrino cuenta la historia de la familia Corleone. Don Vito Corleone (Marlon Brando) es el jefe de la mafia, quien sospecha que las demás familias que controlan la ciudad de Nueva York quieren arrebatarle el poder que tan cuidadosamente ha cultivado a lo largo de los años. Sonny (James Caan), su primogénito y quien espera heredar el imperio de su padre, es impulsivo y violento. Fredo (John Cazale) no figura en el panorama. Michael (Al Pacino), su hijo más joven, no quiere nada que ver con el negocio familiar y, en cambio, se ha enlistado en el ejército estadounidense y en la universidad, en un aparente desdén hacia su padre.
La película retrata con ojo lúgubre los lazos sociales que encumbraron a la mafia italiana durante el siglo XX como una entidad de alcances internacionales. La mafia de la cinta funciona como un gobierno secreto, operando en paralelo al tradicional, asegurándose que los suyos tengan una vida digna en su nueva patria.
En su adaptación, que firmó en conjunto con Puzo, las subtramas subidas de tono que este había agregado para darle un toque de literatura popular – como las aventuras de Sonny Corleone con Lucy Mancini y la vida decadente de Johnny Fontane – fueron eliminadas, quedando en meras sugerencias visuales. De esta forma, Coppola se convirtió en el mejor editor de Puzo, pues supo encontrar el corazón de la historia: la familia, el gobierno en las sombras, y la disyuntiva de Michael entre la familia y una vida normal.
Gracias a la fotografía de Gordon Willis (cinefotógrafo de cabecera de Alan J. Pakula y del ahora cancelado Woody Allen), el filme a menudo da la impresión de ser una pintura de Caravaggio, el pintor cuyas obras representa la transición del idealismo del Renacimiento al culto al movimiento del Barroco.
La manera en que los claroscuros iluminan el rostro de Michael durante su enfrentamiento con el enemigo de la familia, por ejemplo, permiten leer en él la encrucijada en la que se halla: vengar a su padre y hermano y meterse de lleno en el mundo que había rechazado, o bien, permitir la humillación de su familia y refugiarse en la blanquitud ilusoria del Sueño Americano ofrecida por Kay (Diane Keaton), su prometida. En esta escena puede leerse toda la película. En ella está contenida su brutalidad, convicción filial, frío cálculo, mirada intimista a la vida de familia y la tragedia de Michael en su camino a la cima.
El Padrino es, a grandes rasgos, una tragedia de dimensiones operáticas en donde cada elemento funciona a la perfección; donde Coppola demuestra una maestría para controlar el tono, ritmo y habilidad para traducir la página escrita al lenguaje visual; así como el dominio absoluto que un joven y desconocido Al Pacino –en una actuación minimalista, contrario a la costumbre– tenía sobre su arte.
El Padrino: parte II (1974)
El éxito de El Padrino significó al fin la elusiva fama para Coppola, cuya ausencia lo había mantenido al borde de la ruina durante la década pasada. Ganó su segundo Óscar por Mejor guion adaptado y consiguió una nominación por Mejor director. Paramount insistía en hacer una secuela, sin importarle mucho el dicho popular que reza que las secuelas nunca son buenas. El padrino: parte II no solo se convirtió en la excepción a esta regla, sino que inauguró la tendencia de tener una secuela titulada igual, solo que con el numeral correspondiente – pueden agradecer a Coppola cuando vayan a ver Rápidos y furiosos 14 –.
Esta segunda mirada a la disfuncional familia Corleone es considerada no solo igual de buena que su antecesora, sino que a menudo se le coloca por encima de aquella. Sea como sea, es claro que Coppola le imprimió la ambición necesaria a este proyecto para superar la cinta previa.
Coppola y Puzo habían dejado fuera de la primera cinta un capítulo central de la novela: los inicios de Don Vito Corleone en el Nueva York de principio del siglo XX. Al mismo tiempo, ambos querían explorar el destino de Michael tras asumir el papel de su padre. La decisión del par por combinar ambas narrativas en una sola cinta, contra todos los consejos del estudio y colegas, permitió contar simultáneamente el ascenso del padre y la lucha por conservar el poder heredado de su hijo. Es decir, se aventaron el paquete de hacer la precuela y secuela en la misma cinta.
La ambición de Coppola no se detuvo allí, pues el guion contempló locaciones en Sicilia, Italia, la República Dominicana, Nueva York, Florida y Las Vegas. Esta dislocación espacial transmite la vida caótica de Michael como el líder de la organización Corleone después de abandonar Nueva York para establecerse en el oeste. Tras apenas sobrevivir un atentado en su nueva casa, Michael emprende un viaje para encontrar al traidor en su círculo íntimo.
Al mismo tiempo, conocemos la historia de Don Vito (Robert De Niro) como un niño huérfano en Sicilia que es enviado a Nueva York después de que un jefe mafioso asesinara a su familia por un insulto. Vito, ya establecido en la Pequeña Italia, conoce por casualidad a un joven ladrón, comenzando su carrera criminal a su lado como forma de alimentar a su creciente familia. Interpretado por De Niro, Vito pasa de ser un simple bandido para convertirse en el Padrino, una figura respetada por sus vecinos – como dirían las cholas del meme: el barrio lo respaldaba – gracias a un arriesgado plan de sangriento fin, presentado por Coppola en un par de planos secuencia magistrales sobre los tejados de la Pequeña Italia. Coppola hizo una apuesta igual de temeraria al hacer esta segunda parte, pero como declararía en una entrevista reciente, “el riesgo es una parte fundamental del arte.”

J. Alejandro Becerra es un cinéfilo de opiniones controvertidas. Fundamentalista de Scorsese, se decanta por el cine hollywoodense, pero se empeña por descubrir películas de alrededor del mundo. Aunque estudió Historia en la universidad, le encantaría dedicarse a escribir sobre cine de tiempo completo. No se pierde los Óscares aunque le diga a todos que los odia. Entre sus películas favoritas están Rebecca, Carol, Cléo de 5 à 7, Casino y The Tree of Life. No lo admitirá, pero llora cada vez que mira el final de Porco Rosso. Es un ferviente fanático de Jessica Chastain y Oscar Isaac, y cuenta los días para verlos ganar sus Óscares. Actualmente se dedica a discutir en Twitter con extraños y a aprender sobre marketing digital.